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«No nos asusta volver a empezar»

(25/02/2019)

«No nos asusta volver a empezar»

El clima y el carácter gallego son algunos de los muros que han de sortear los inmigrantes en los primeros meses de estancia

 

Gabriela, en primer plano, con su madre Ana María y sus hermanas Estefanía y Viviana

Gabriela, en primer plano, con su madre Ana María y sus hermanas Estefanía y Viviana

 


redacción 24/02/2019

 

«Una vez mi padre me dijo que el que emigra, después es emigrante en su país, pero en el otro también». José Luis Mancebo nació en Venezuela. Su padre, en Galicia. Igual que su madre. Hace tres años, este abogado de Los Teques se trasladó a A Bandeira junto a su esposa Roxana Soto, una enfermera de cerca de Caracas. Trajo también a su padre, pero este regresó. Un problema con la jubilación y una morriña inversa que le hacía echar de menos a amigos forjados a lo largo de toda una vida en un país al que llegó en 1954 lo empujó a volver. Roxana y José Luis se quedaron «por cómo están las cosas por allá». Después de dos años y medio en A Bandeira se trasladaron a Lalín y hace poco más de cuatro meses abrieron Happy Day, un bar donde hacen arepas, patacón, cachapa, jugos con pulpa de guanaba, maracuyá... «La gente entra, algunos por curiosidad. Otros tienen cierto recelo... hay de todo», dicen.

 

Aunque la comarca del Deza fue una de las áreas más tocadas por la emigración, los que llegan desde el otro lado del Atlántico aprecian, al principio, ciertas reservas a intimar por parte de la población local. Es, quizá, producto de un choque cultural. Unos han crecido en ese invierno seco y frío del interior de Galicia. Los otros celebran la Navidad al sol. «El que emigró te entiende. Al que no, le cuesta un poco», explica José Antonio, un venezolano de padre gallego que llegó hace catorce años, justo antes de que estallara la crisis, un momento en el que había un amplio debate sobre conceder la nacionalidad a los nietos de emigrantes, una norma aprobada en el 2007.

 

 «Una oportunidad»

 

A él Galicia le dio «una oportunidad». Está agradecido. Lo mismo que Ana y su marido Celso, también con raíces en el Deza. Ambos llegaron en el 2003. Desde la perspectiva de ser unos de los primeros en desembarcar en Galicia, han visto los cambios que se han ido produciendo a lo largo de los últimos dieciséis años en la comarca, una muestra que representa lo ocurrido también en el resto de Galicia. «Encontrar trabajo aquí resulta más complicado ahora. Antes el polígono era muy activo, pero actualmente muchas empresas han cerrado. Hay menos oferta», aprecian.

 

Galicia es un lugar del que desconocía su existencia, pero en el que toda mi vida quise estar

 

Precisamente uno de esos extranjeros que llegaron a trabajar a Lalín en los primeros años del 2000 desde Brasil fue el que, indirectamente, Regina y su marido, como en una carambola, acabaran viviendo totalmente integrados en el kilómetro cero de Galicia, una comunidad que como dice ella ahora «es un lugar del que desconocía su existencia, pero en el que toda mi vida quise estar».

 

Ella era funcionaria en Sao Paulo y junto a su marido regentaban un negocio que empezó a zozobrar. «El hermano de una compañera estaba trabajando aquí. Vinimos en principio para unos cinco años, pero él acabó regresando cuando estalló la burbuja. Nosotros nos quedamos», dice. Ahora regenta la taberna Segrel, su hijo mayor hace trabajos de investigación en la USC, mientras que el pequeño es una promesa del deporte rey.

Conocimos Lalín por el hermano de una compañera  que trabajaba en el polígono. El regresó cuando estalló la burbuja. Nosotros nos quedamos. 

 

Justo tomando una caña en Segrel está Soledad Jarmolchuk Quinteiro, una argentina que pisó Lalín por primera vez a los dos años, regresó a Buenos Aires a finales de los ochenta y, tras estar en Madrid quince años, recaló otra vez en Galicia hace tres. «La diferencia que veo con los gallegos es que nosotros estamos acostumbrados a ir de crisis en crisis, no nos asusta volver a empezar en otro lugar. Pero aquí hay una crisis y la gente se deprime», dice esta mujer que, ahora entre otras cosas, es voluntaria en la asociación Carabelo, un colectivo con presidenta uruguaya que trabaja con inmigrantes.

 

Las que acaban de llegar son Ana María y sus hijas Gabriela Estefanía y Viviana. Huyeron de Venezuela buscando refugio en la tierra de los padres de Ana. La última en aterrizar fue Estefanía. Hace solo dos meses. Su padre se quedó allá, pero confían en que pronto vendrá. De momento, le cuesta. Nota que, a veces, «te miran feo». Quizá porque sus vecinos todavía no saben eso, «de quen veñen sendo».

 

 

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