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Obreros gallegos en el Canal

(05/02/2013)

Obreros gallegos en el Canal

Cerca de seis mil gallegos, peones de pico y pala en su mayoría, se dejaron la piel en la construcción del canal de Panamá.

la voz

Autor:Fernando Salgado

Fecha:

Grupo de braceros gallegos en Panamá | Foto: «pro mundi beneficio»

Benito Vila y su mujer Porfiria embarcaron en Vigo, en los últimos días del año 1907, con destino al puerto panameño de Colón. Contratados por la Istmian Canal Commission, la compañía estadounidense que quebró el espinazo de Panamá para mezclar las aguas del Atlántico y del Pacífico, iban a trabajar de cocineros para los trescientos hombres del campamento Enterprise. Su viaje, seguramente a bordo de un vapor de la Mala Real Inglesa, representada en Vigo por el consignatario Estanislao Durán, simbolizaba el éxito de la principal reivindicación de sus compatriotas: miles de gallegos que abrían la colosal zanja del Canal echaban de menos la comida de su tierra. Era su principal queja: «non se afacían» a los exóticos guisos preparados por manos antillanas.

Más adelante, los jornaleros gallegos arrancaron a sus patronos otra concesión: una pausa de diez minutos para ingerir un bocado a media mañana. Como hacían en su tierra. «Incluso la maquinaria necesita combustible para poder funcionar», advirtieron. La mecha del conflicto la había prendido un capataz estadounidense al suspender de empleo y sueldo, durante diez días, a varios obreros que reponían fuerzas con pan y chorizo en jornada laboral. La sanción desató una oleada de protestas. Varias cuadrillas, compuestas por unos 800 hombres, abandonaron el trabajo y se declararon en huelga. Los ánimos solo se apaciguaron cuando la cúpula de la Comisión revocó la sanción, reprendió a los capataces por su extremado celo y admitió formalmente una arraigada costumbre del campesinado gallego: «as dez».

LOS GALLEGOS, LOS MEJORES

Juan Manuel Pérez, en su minuciosa investigación sobre el papel de los gallegos en la construcción del Canal -plasmada en su libro Pro mundi beneficio-, junto a las aportaciones de Carolina García Borrazás y Francisco Sieiro, explica el porqué de tales miramientos con las demandas de las peonadas gallegas: estaban altamente valoradas. En el enorme y variopinto ejército afanado en seccionar en el continente americano, «los mejores de todos son los gallegos», escribió Foster Carr. Se quejaban poco y trabajaban mucho. Sus patronos les atribuían salud de hierro, carácter sumiso y vigor físico. Aquellos hombres templados en las penalidades del campo y tocados con la tradicional boina, eran capaces de resistir, impertérritos, la humedad, las lluvias tropicales y las elevadas temperaturas del istmo. En aquel mundo de radical segregación racial se decía que el rendimiento de los gallegos, del que se hizo eco el propio presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, duplicaba e incluso triplicaba al que ofrecían los negros antillanos. Y era también superior al de los estadounidenses blancos, quienes acaparaban los puestos mejor retribuidos y las faenas menos penosas.

RECLUTAMIENTO EN GALICIA

Los primeros centenares de gallegos que llegaron a la zona del Canal, desde que en 1903 Estados Unidos se hiciera cargo de la magna empresa, procedían de Cuba. Rápidamente, a la vista de su extraordinaria productividad, el ingeniero jefe John F. Stevens, pieza clave en la construcción de la infraestructura, envió a LeRoy Park a Galicia con la misión de reclutar jornaleros. Pese a la fría acogida del Gobierno español, que en 1908 llegaría a prohibir la emigración a Panamá, LeRoy coronó con éxito su misión. En menos de dos años, según las cifras estimadas por Juan Manuel Pérez, contrató a 8.222 españoles. Tres de cada cuatro, 5.983 en total, eran gallegos. La mayoría se despidieron de Galicia en el puerto de Vigo.

Un folleto que, a modo de reclamo, había publicado el agente de Stevens, establecía las condiciones del contrato. A los emigrantes se les anticipaba el importe del pasaje -250 pesetas-, que les sería descontado poco a poco de la nómina. Trabajarían diez horas al día de pico y pala -pick and spade- y cobrarían un jornal diario de dos dólares, a la sazón once pesetas. Se les facilitaba alojamiento gratuito en barracones colectivos de solteros o casas individuales para las familias. Y los comedores de la empresa facilitarían, al precio de 40 centavos -2,40 pesetas-, tres comidas con carne al día, además de vino solo los jueves y domingos.

SOLTEROS Y FAMILIAS

La mayoría de los braceros contratados eran solteros, de extracción rural y de edades comprendidas entre los 25 y los 45 años de edad. Pero también hubo familias enteras que acudieron a la llamada de LeRoy, con la complacencia de la empresa: la presencia de la mujer y los hijos proporcionaba estabilidad a los cotizados jornaleros. De hecho, en compañía de Benito Vila y de Porfiria, viajaron a Colón la esposa y los cuatro hijos del compostelano Juan Guillén, capataz de una cuadrilla que había llegado con anterioridad a la zona del Canal.

Dos días después de su llegada, cuando Benito y Porfiria apenas habían tomado posesión de los fogones del campamento proletario, los protagonistas de esta historia recibían una visita inesperada. Dos ilustres representantes del Centro Gallego de La Habana, enviados ex profeso, trataban de averiguar las condiciones de vida y de trabajo de sus compatriotas bajo la batuta estadounidense. Pero esa es otra historia que nos reservamos para la próxima semana.

 

 

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